Muchas de las fotos de este blog son de Ramiro Sisco con la comunidad Pilagá, en Las Lomitas, provincia de Formosa, Argentina.

sábado, 14 de julio de 2012

«MIENTRAS TANTO»




El legado conceptual de Fernando Ulloa se acrecienta con la reciente publicación de estos textos póstumos: en ellos relaciona la búsqueda del poder, en Nietzsche, con la de la felicidad, en Aristóteles; cita la fórmula desarrollada por una mujer mapuche; vuelve sobre el enigma de la crueldad y discierne dos formas muy distintas de saber. Todo, en el marco de “inscribir plenamente la salud mental en el campo de la cultura”.



Nietzsche escribió: “El hombre no busca la felicidad, busca el poder”. Curiosamente, la concepción del poder en la que se afirma el por entonces joven filósofo traza una propuesta de felicidad, la de vencer los obstáculos personales que impiden quererse a sí mismo. Por esos tiempos en que afirmaba sus ideas sobre el poder, Nietzsche sufría por una dama que no le otorgaba su amor; quizá fue por eso que llegó a negar la felicidad como búsqueda humana. En acuerdo con esa propuesta, tiene poder quien logra vencer los obstáculos personales que le impiden quererse a sí mismo, un poder que no resulta opresivo ni para sí ni para el otro. La palabra übermenschlich figuraba entre paréntesis en aquel texto en su valor de adjetivo. En lengua alemana reenvía a un sujeto humano sin faltas morales, con coraje y fuerzas para trascender a través de los hechos (debo este conocimiento a Amalia Baumgart y su lengua alemana); quizá porque tales cualidades parecían sugerir aquellas del hombre nuevo del futuro, esa palabra vino a designar al superhombre: ya el joven filósofo había quedado atrás.

Lo que me importa señalar en la manera como Nietzsche aborda la cuestión del poder es que su comentario, según lo entiendo, se refiere a una voluntad de hacer y de trascender que no encuentro demasiado alejada de mi propuesta en cuanto a la tensión dinámica hechura/hacedor como motor social, con la fuerza suficiente para ser considerada contrapoder, siempre en sentido de poder hacer en lo inmediato, más allá de lo que habitualmente se conoce como la toma de poder, algo por lo demás totalmente legítimo en política, cuando ésta acredita esa misma legalidad, es decir, cuando apunta a una organización social democrática que, además, sea cierta.

No descarto que la ilusión me traicione, pero todo esto es lo que quiero significar cuando digo que ese operador actúa “con toda la mar detrás”, valga esto por lo que en la numerosidad social se fue produciendo en cada sujeto singular, y de hecho contextuado, pero alineado en el mismo proyecto. Desde ahí podrá hacer intervenir el contrapoder suficiente para operar “mientras tanto”.

Tal vez al lector le resulte extraño el entrecomillado de la expresión “mientras tanto”. La consigno así porque proviene, en esta acepción, del comentario de un sociólogo, investigador de la pobreza actual. El mismo quedó sorprendido por el accionar de una mujer –si mal no recuerdo, de la etnia mapuche, pero instalada lejos de su comunidad–, quien luego de terminadas sus changas diarias, gracias a las cuales mantenía a sus hijos, se ocupaba de trabajar para la villa miseria donde vivía. Era así que podía luchar por obtener la colocación de una canilla que acercara agua potable a su barrio, para evitar a sus habitantes largos recorridos cargando baldes, o bien organizar a hombres y mujeres, ella a la cabeza, para mejorar una calle de tierra, de modo que el colectivo que entraba en la villa unas pocas cuadras no se empantanara los días de lluvia. El sociólogo al que me refiero le preguntó un día:

–Señora, ¿por qué hace usted todo este esfuerzo a favor de la comunidad?

La respuesta fue:

–Es para el mientras tanto.

–¿Mientras tanto qué? –inquirió él.

–Mientras tanto alguien del gobierno se acuerde de nosotros, por eso me ocupo de que nos ocupemos todos. Si no, nos cansaríamos de esperar sin que pasara nada.

Es posible que aquella mujer careciera, o tal vez no, de un accionar político, pero no carecía de voluntad para asumir ese contrapoder nietzscheano trascendiendo a través de lo que hacía. Dije poco antes que la definición avanzada por Nietzsche acerca del poder no desmiente la felicidad, que por otra parte él recusa como fin último, diciendo que no reside allí la búsqueda del hombre, sino en la curiosa vía por él planteada para acceder al poder: vencer los obstáculos que nos impiden querernos.

Muchos siglos antes Aristóteles ya se había ocupado de la felicidad, aquella descartada por Nietzsche. Según Aristóteles, la felicidad es el despliegue de todas las potencialidades del alma –hoy diríamos de un sujeto– sin que aparezcan obstáculos. Como quiera que sea, para definir el poder y la felicidad, ambos filósofos recurren a la misma palabra: obstáculos; en el caso de Nietzsche, le acuerda un sustento específico cuando identifica a esos obstáculos como personales.

Pronto arribé a la siguiente conjetura: la crueldad como producción cultural a la vez antitética y contemporánea de la ternura, desde los inicios de la civilización –de la que formaron parte Aristóteles y, corridos los siglos, Nietzsche–, reviste distintas categorías que personalmente me resultan útiles para orientar mi investigación al respecto. Una de ellas es la disposición universal hacia la crueldad, en grados y en ocasiones distintas. Es así que pienso que los obstáculos personales por vencer a los que aluden ambos no son ajenos a esa disposición a la crueldad cuando ésta se ha activado también contra el propio sujeto, pues esto es lo que señalan Nietzsche en cuanto al poder, y Aristóteles, en cuanto a la felicidad.

Quizás aclare más lo anterior si establezco una diferencia entre lo que llamaré el saber curioso y el saber cruel (y por serlo, saber canalla).

Empecemos por el segundo, ya que es mucho más elocuente su recorrido. Puede tratarse de un saber cruel activado frente a lo distinto, por ejemplo, una pauta cultural. Me importa enfatizar aquí, explícitamente, que ese saber, respecto de esa pauta cultural distinta, perturba algún saber establecido en un sujeto cruel, tal vez poniendo en actividad aquello de la disposición universal. Ese saber perturbador cobra, además, un valor de absoluto, algo realmente grotesco, de donde se infiere que el saber cruel es, nada menos, saber ignorante. A partir de allí, el saber cruel y quien lo sostiene procurará, en primer término, discriminar al portador de esa pauta cultural distinta. Al mismo tiempo, mostrará fastidio –que tal vez alcance el grado del odio– frente a quien sostiene una cultura extraña o un saber que niega lo que para el cruel es un canon establecido. Finalmente, si las condiciones lo permiten, traducirá lo anterior en una supresión, ya sea de la condición de prójimo, de ciudadano o bien –extremo no tan infrecuente– de la vida.

El saber curioso también tiene sus vicisitudes frente a otro saber o quizás otra cultura, en la medida en que puede suscitarse allí cierta confusión, sobre todo si algo se presenta como radicalmente distinto. Sin embargo, y a diferencia del saber cruel, no por eso se apaga su intento de avanzar sobre lo ignorado. Ocurre que la curiosidad es motor del saber, motor anulado o enajenado por la crueldad, al menos en su forma epistémica. De no activarse ese motor, la tentación será “colonizar” lo nuevo, imprimiendo en él aquellos puntos de concordancia con el propio saber. Lo ejemplifica algo que seguramente les debe de haber sucedido a muchos lectores. De hecho me sucedió a mí, cuando tempranamente, aún novato, abordé por primera vez los textos de Freud. Sólo en un segundo momento, una vez transcurrido cierto tiempo desde aquella primera lectura, cuando volví sobre el texto, me sorprendió reparar que había subrayado prevalentemente lo que me era familiar, dejando afuera lo ignorado. Cuando por fin nos atrevemos a no descartar lo nuevo propuesto a nuestro conocimiento, es probable que recién entonces llegue a cobrar un valor atractivo y exótico, fermentando lo existente fermentable. A un tiempo que se va extendiendo lo nuevo, es probable que se acreciente un conocimiento feliz, a la manera aristotélica, así como también nuestro poder en su condición de poder hacer, según la propuesta de Nietzsche.

Esto evoca en mí lo afirmado por Derrida en cuanto a la resistencia autoinmune del psicoanálisis, como obstáculo al abordaje de la crueldad (sobre todo su valor de sustantivo que alude a lo cruento, a la condición de sangre derramada). Algo que, por otra parte, me reenvió al valor que cobra el término en el campo médico, donde designa básicamente los factores autoagresivos. Los obstáculos que revisten esa condición integran esa categoría de la crueldad que sitúo en términos de disposición universal hacia la crueldad, presente en todo sujeto humano. Usted, lector, yo y los vecinos. Esa disposición que supone la posible connivencia frente al sufrimiento de los otros y suelo caracterizar como lo cruel, bajo una forma neutralizada por el artículo que precede al adjetivo, pero con latente presencia que a veces hace costumbre. Lo cruel habita cualquier esquina de la ciudad, y sus múltiples variaciones siempre remiten a la muerte. Cobra una importancia mayor considerarlo así cuando se trabaja con sujetos en quienes la indigencia determina una muerte ya instalada.

¿Será que aquellos obstáculos por vencer para el acceso a la felicidad, como decía Aristóteles –o al poder, según lo afirmaba el joven Nietzsche–, realmente se fundan en esa disposición universal hacia la crueldad, ejercida en este caso contra uno mismo?

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La crueldad como sociopatía, la vera crueldad, no se limita a la tortura. Puede muy bien reportarse a un padre de familia arrasador, a un sistema político, a la precariedad de determinadas condiciones de trabajo como las que se dan, por ejemplo, en el gremio de la construcción. Algunas de esas muchas formas están socialmente encubiertas y procuran cierto provecho económico; se genera allí el saber canalla, discriminador, propio del vero cruel, aquel que pretende saber toda la verdad sobre la verdad y discrimina todo otro saber que no coincida con el suyo. Esa discriminación excluye, odia y, cuando puede, elimina; eliminación que a su vez reconoce diferentes grados: puede ir desde matar con la indiferencia a un sujeto hasta desecharlo como semejante por no pertenecer a una misma clase o, en una forma mayor, negarle la condición humana, deshumanizarlo. Encontramos un ejemplo de ello en el genocidio al que fueron sometidas las poblaciones indígenas o las víctimas de la represión, consideradas con frecuencia como cosas, aunque esto no siempre ocurra así, puesto que la víctima también puede ser admirada. Pero ya estamos en otra cuestión.

La pretensión de impunidad y el saber canalla hacen imposible, en sus formas mayores, que un sujeto de esta calaña se analice o acceda a algún tipo de auxilio psicoterapéutico. En efecto, mal puede alguien que rechaza toda ley aceptar las leyes del oficio. La primera de ellas, en cuanto a la clínica, supone establecer cómo fueron los hechos para después ir a buscar la verdad personal.

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Durante veinte años, a partir de la década del 70, cuando comencé a trabajar la cuestión de la crueldad en forma muy directa, en el campo de los derechos humanos, nunca se me ocurrió abordarla desde una perspectiva conceptual, pero sí me ocupé –a la manera de un telón de fondo– de profundizar la metapsicología de la ternura, algo que se despejaba para mí desde el punto de vista de sostener la vida en un accionar clínico sobre lo tanático. Varias circunstancias muy directas mediaron para determinarme a abordar conceptualmente la cuestión de la crueldad, tantas veces articulada a la pulsión de muerte en su versión más acentuada.

El mismo Freud, que desde principios del siglo pasado y durante años trabajó la pulsión de vida bajo sus diferentes formas, sólo en el año 20 y no sin un considerable escándalo teórico, señaló la importancia de la pulsión de muerte. Advirtió desde un principio lo que podría llamarse una forma sutil de dicha pulsión, haciendo su trabajo mancomunado a la vida. Pasaron varios años antes de que, principalmente en sus trabajos culturales y sobre todo en El malestar en la cultura y El porqué de la guerra, se ocupara con decisión –y a la vez marcado pesimismo– del destino cultural de la humanidad, una y otra vez arrasada por la pulsión de muerte en sus formas más acentuadas.

En estos trabajos, Freud tenía el firme propósito de oponerse a aceptar todo aquello que negara o enmascarara los hechos y circunstancias que pretendía investigar. Una doble y meritoria negativa que adquiere valor de afirmación respecto de lo avanzado en esos trabajos “culturales”, pese a que no les asignó valor psicoanalítico alguno. Convengamos que tampoco eran el resultado de una intervención clínica directa sobre el campo social, de ahí mi hipótesis según la cual Freud se ocupó en ellos no tanto del valioso concepto de malestar de la cultura como de las características propias de un detenido malestar hecho cultura, es decir, escribió en clave de historia acerca de una barbarie civilizadora.

Para los psicoanalistas que trabajamos clínica y directamente en la numerosidad social, estos trabajos constituyen, una vez resignificados, valiosas herramientas. Una de esas resignificaciones apunta a proponer que la idea de malestar de la cultura es un valioso concepto, aunque Freud desarrolló bajo ese título otro: el de malestar hecho cultura. El malestar de la cultura puede comprenderse como una tensión dinámica dada en cada sujeto integrante de una cultura, en la medida en que es a un tiempo sofisticada “hechura” y “hacedor” de ella. Es hechura en tanto posterga, demora parte de su libertad –y de ahí el malestar–, comprometido con el bien común de su comunidad; esa demora de su propio juego libre va construyendo en él (y por sumatoria también en la comunidad) una ética de compromiso cultural. Esta renuncia que demora parte de la propia libertad, legitima –lejos de todo delirio libertario– su condición de protagónico “hacedor” de esa cultura. No sitúo esta renuncia en términos de sacrificio, sino de estructura, de hecho social, que posterga algo de las propias pulsiones, tal como puede entenderse desde el psicoanálisis. Una estructura de demora específica, donde incluyo el per-humor que conjetura futuro. Si bien aún hoy todo esto es casi una utopía, lo propongo como algo posible de trabajar.

El dramaturgo Harold Pinter, en 1958, dijo: “No hay grandes diferencias entre realidad y ficción ni entre lo verdadero y lo falso. Pero como ciudadano debo preguntarme: ¿qué es la verdad? y ¿qué es la mentira?”.

En eso, al menos, me identifico con los sabios prefilosóficos, en especial con uno de ellos, Tales de Mileto. Estos sabios tenían tres características; una de ellas, la de ser ciudadanos que se interrogaban, a la manera de Pinter, por la verdad y la mentira. Se oponían, en consecuencia, a la mitología presentada épicamente. En este sentido, también se los llamaba “los incrédulos”, tal vez porque defendían, a ultranza, el pensamiento racional. Eran, además, hábiles artesanos para componer ingenios que aliviasen los trabajos cotidianos; entre esas cotidianidades, dado que se interesaban por la comunidad, seguramente quedaban incluidos los conflictos surgidos entre las gentes. Si respecto de aquellos sabios se trata de una presunción, en cuanto a mi quehacer diré que ese interés forma parte de mi trabajo como analista en la numerosidad social. Es quizá desde ahí que pretendo identificarme con ellos, sin ser ni sabio ni filósofo. Con el correr de los siglos y sus debates –siempre hubo sabios y filósofos que fueron sus portavoces, aunque no con exclusividad–, las presentaciones mitológicas fundaron místicas no necesariamente religiosas. Al mismo tiempo, la épica se abrió a la poiética, madre de todas las artes. Por supuesto, como efecto de esos debates y más allá de la racionalidad, los sabios prefilosóficos fueron tocados también por lo irracional. ¿Será a partir de allí que se fue abriendo la decisión de encaminarse a la epistemología o a la filosofía? Es posible.

Al respecto de decisiones y sus consecuentes acciones, Hannah Arendt decía que sólo se puede consignar de ellas la fecha en que se tomaron. Sostenía, y acuerdo con su afirmación, que las acciones tienden a seguir cualquier rumbo, no necesariamente el marcado por sus objetivos. De lo anterior se deduce una definición de la política –elemental pero válida–, presentada en los siguientes términos: política es un accionar sobre las acciones. También vale para el accionar clínico. Toda una cuestión ardua cuando se reconoce que cualquier modalidad de salud –aunque privilegio aquella que designa y resume el término de bienestar– tiene al menos dos vertientes: la clínica (responsabilidad de los clínicos) y la política, de hecho responsabilidad ciudadana, con lo cual vuelvo a insistir en que la salud mental corresponde a todos los oficios. Sin duda, en este accionar habrá que mantenerse atento para advertir cuándo las acciones persisten en la condición errática que Arendt les atribuye, lo cual las aleja de los objetivos establecidos, y cuándo ese alejamiento es un indicio de que esos objetivos no son los pertinentes y corresponde modificarlos. Agrego así a la definición básica avanzada una importante complejidad. Esta requiere verdadero talento político y no sólo un arbitrario talante en quienes se proponen conducir ese accionar.

Las anteriores consideraciones me permiten señalar que en este intento de reconceptualizar la salud mental –desde la perspectiva del psicoanálisis–, los mayores fracasos (debería decir los mayores obstáculos) aparecen cuando se pasa de la movilización en sede clínica a la movilización política, ya en el ámbito de la sociedad. Lo anterior es necesario si se quiere inscribir plenamente la salud mental en el campo de la cultura.


Fernando Ulloa
Fragmentos de
Salud ele-Mental con toda la mar detrás

libro póstumo, de reciente aparición
editorial Del Zorzal



lunes, 9 de julio de 2012

DIA DE LA INDEPENDENCIA






Luego de la Revolución del 25 de mayo de 1810, el camino hacia la independencia nacional estaba trazado: la ruptura de los lazos coloniales con España en 1810 no hicieron más que cristalizar un movimiento liberador que venía buscando, desde 1806, mayor participación política y económica de los criollos.

En 1816, luego del camino iniciado por la Revolución de Mayo, el país proclamó en un Congreso realizado en Tucumán la existencia de una nación libre e independiente de la Corona Española, inaugurando el largo proceso de unificación nacional.

Corría 1810, América del Sur estaba dividida en dos bandos: por un lado los revolucionarios y, por otro lado, los leales al Consejo de Regencia, llamados “realistas”. Los revolucionarios buscaban más autonomía dentro del sistema colonial hasta que volviera el rey y muy pocos se inclinaban por la independencia al principio. Por eso las juntas se hicieron en nombre de Fernando VII, el rey preso.

Sin embargo, cuando los revolucionarios intentaron sumar a los realistas a su determinación, comenzaron las guerras entre ambos mandos, cuyo resultado sería la independencia de los dominios coloniales en América. España no intervino porque se encontraba ocupada por los franceses y luchando por su propia independencia. La guerra no tuvo un mando único, cada gobierno americano siguió sus propias decisiones.

En el Río de la Plata, la Banda Oriental –lo que hoy es Uruguay- y el Litoral empezaron a defender su autonomía y a desafiar la postura centralista de Buenos Aires. Es por ello que, en la Asamblea de 1813, otro importante antecedente de la independencia, los representantes orientales no fueron aceptados cuando se convocó a un congreso para organizar al Río de la Plata. En la Asamblea, la mayoría revolucionaria era partidaria de declarar la independencia. Sin embargo, no se animaron a dar ese paso, a causa de los acontecimientos que se daban en Europa.







En efecto, en 1814, el rey Fernando VII fue liberado justo después de que Rusia, Austria, Prusia, Suecia, Portugal, España y Gran Bretaña formaran una gran alianza que derrotó a Napoleón. Así, las monarquías absolutistas resultaron grandes ganadores y declararon que cualquier gobierno surgido de una revolución era ilegítimo.

Sin embargo, ya desde 1813 los revolucionarios estaban bien encaminados: Bolívar reconquistó Caracas e instaló la segunda república venezolana; los revolucionarios del Río de la Plata triunfaron en la batalla de Salta sobre los realistas. Y San Martín ya estaba formando el Ejército de los Andes, con el objetivo de liberar los territorios de Chile y Perú.

Por su parte, el enfrentamiento entre Buenos Aires y los seguidores de Artigas, máximo líder de la Banda Oriental, se agudizó: el Litoral y la Banda Oriental formaron la “Liga de los Pueblos Libres” y se separaron del resto de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Por su parte, Paraguay, que había dejado de ser realista, se desvinculó completamente del resto y se mantuvo aislada.

A fines de 1815, la situación de los revolucionarios era desesperada. Venezuela y Colombia fueron reconquistadas por los realistas. Sólo el Río de la Plata seguía en pie, amenazado desde Chile y el Alto Perú. A nivel internacional, la situación era preocupante: Austria, Rusia y Prusia habían formado la Santa Alianza para defender a los absolutismos y apoyaban a Fernando VII en su búsqueda de recuperar su imperio.







En medio de esa gran emergencia, en 1816 las Provincias Unidas decidieron convocar a un nuevo congreso, que se reunió en Tucumán para decidir qué hacer. Todas las provincias de la Liga de los Pueblos Libres (Banda Oriental, Corrientes, Entre Ríos, Misiones y Santa Fe) no lograron participar del encuentro, ya que sus representantes fueron aprisionados por el Directorio unitario instalado en Buenos Aires. Una sola provincia de ideas federalistas pudo hacer llegar a sus representantes: Córdoba. Los territorios de la Patagonia, Comahue y el Gran Chaco se encontraban bajo el dominio de los llamados pueblos originarios. El Congreso se inició el 24 de marzo de 1816 con la presencia de 33 diputados, en una casa en San Miguel de Tucumán, alquilada a Francisca Bazán de Laguna, hoy Monumento Histórico Nacional.

Cabe destacar que, pese a una hegemonía de representantes de todas las provincias partidarias del centralismo porteño, el Congreso expresó en gran parte intenciones federales mantenidas por José de San Martín, Manuel Belgrano y Bernardo de Monteagudo. Luego de acaloradas discusiones, el Congreso del 9 de julio de 1816 proclamó la declaración de independencia argentina respecto de España y de toda otra dominación extranjera.





sábado, 7 de julio de 2012

LA FAMILIA







La mayoría de los niños nacidos en cautiverio clandestino durante la dictadura fueron entregados a familias de apropiadores, y una minoría fue entregada en adopciones sinceras. La gran mayoría de los niños nacidos en los centros clandestinos no fueron devueltos a sus verdaderos familiares. Todas las mujeres que fueron secuestradas embarazadas fueron mantenidas con vida en condiciones infrahumanas hasta el parto e incluso fueron torturadas. La gran mayoría de las secuestradas que dieron a luz en los centros clandestinos, posteriormente fueron asesinadas.

Esa secuencia, en la que se apuntan las pocas excepciones a la regla, sólo se puede enumerar porque hubo un plan sistemático para ponerla en marcha. Por esa razón, las condenas por el plan sistemático por la sustracción de niños durante la dictadura tienen una carga simbólica que va más allá de los otros juicios que se están llevando a cabo. No hay una escala para medir las violaciones a los derechos humanos, pero este caso resume a la mayoría.

Las condenas certificaron que hubo un plan y un sistema para producir bebés como si fuera ganado y al mismo tiempo trofeo preciado en el mercado negro de una matanza inconfesable.

Después que nacía el niño, asesinaban a la madre y el bebé era destinado a los que estaban anotados en una selecta lista integrada en su mayoría por represores que habían colaborado en la desaparición de los padres de esos niños. Estaba concebido que esos niños-trofeo fueran condenados a amar a los asesinos de sus verdaderos padres cuyas memorias estaban obligados a odiar. Ese era un premio al soldado victorioso y al mismo tiempo castigo de los derrotados.

Recuerdo viviente de la victoria sobre un enemigo al que le amputaban, ya después de muerto, hasta la posibilidad de continuarse en sus hijos. De esta manera, los apropiadores conformaban la familia. Es una idea de familia.

Pueden agregarse muchas cosas sobre este dispositivo montado por la dictadura, pero la mayoría está dicha. Es una escena que no tolera la hipocresía. No hay en ese relato un sujeto que llegó de Marte, un actor desconocido. Ni siquiera resulta extraño el armado de ese sentido común con el que se quiso naturalizar la aberración, un sentido común que fue hegemónico hasta muchos años después de la dictadura. Podría decirse, incluso, que fue parte de una intensa disputa en el plano de la justicia y lo simbólico, por lo menos desde 1996, cuando las Abuelas presentaron la denuncia, y 1998, cuando empezaron las actuaciones, hasta esta semana en que se conocieron las condenas.

Porque ese relato aberrante encontró un espacio relevante en el seno de la sociedad, anidó en una de sus instituciones de poder, fue inducido por un contexto civil empresario y político, y estimulado por un factor eclesiástico y mediático. No hay una sociedad ajena, hay una sociedad involucrada, protagonista.

Pero también es cierto que en el seno de esa misma sociedad estaba la fuerza que podría llevar esos delitos a la Justicia. Era una sociedad que llevaba en su seno el impulso hacia el plan sistemático de sustracción de bebés y también la fuerza contraria, la que resistiría, la que finalmente podría llevarlo a la Justicia luego de muchos años de esfuerzos, la mayoría de ellos en minoría y soledad.

La condena que se conoció esta semana fue la expresión de que en esa disputa social, cultural-mediática, política y legal, se desplegó finalmente a partir del 2003, cuando se anularon las leyes de impunidad, en un ámbito nacional donde adquirió preeminencia la pulsión de vida, la fuerza que resistió y que está mayormente representada por las Abuelas, por las Madres y por los Hijos, frente a la pulsión de muerte que está representada en los represores.

Abuelas, Madres e Hijos son los nombres que forman una familia. No una familia en el sentido conservador de la tradición y el orden, sino en el sentido del amor, del vínculo capaz de vencer a la muerte porque pone a un otro por encima del mismo ser. En ese sentido de familia, de solidaridad profunda, esta sociedad encontró la fuerza para redimirse frente a otro impulso contrario con base autoritaria o de soluciones represivas.

Ha sido, en última instancia, la confrontación de dos ideas de familia: la que fue desplegada en las plazas y en las calles por las Abuelas, las Madres y los Hijos y la practicada en los estados mayores de la represión, asistidos por jerarquías eclesiásticas y empresarias: una familia montada sobre la destrucción de otras familias que une a sus miembros sobre la base del predominio de la fuerza jerárquica con que fueron sustraídos y agregados los bebés. Nadie tiene el derecho de condenar a un niño a amar a los asesinos de sus padres.

Esos dos conceptos de familia actúan también como metáforas de la comunidad. Conforman valores sobre los cuales se construyen las relaciones entre los seres humanos.

Por eso, en las condenas se expresa una sociedad que salda sus lacras y en ese contexto constituyen a la Justicia como acción reparadora. Pero ojo, más que para las víctimas directas, la reparación es esencialmente para la sociedad en su conjunto, que de esa manera puede reafirmar caminos de “nunca más” un plan como el que fue juzgado. Por supuesto, las víctimas directas también se benefician de esa acción reparadora porque los incluye en términos de ciudadanía, les da verdad y les devuelve identidad. Pero el daño de fondo, con su drama de ausencias y lealtades irremediablemente antagónicas, es muy grande y es irreparable.

Todos los contenidos de este juicio tienen reminiscencias de cuestiones que ya son conocidas. Pero en este caso, por los hechos extremos de las situaciones planteadas y porque además la sociedad ya ha tenido mucho tiempo para reflexionar sobre ellos, aparecieron con claridad algunas de las trampas con que la dictadura dejó minado al país cuando se retiró.

En el discurso que leyó Videla en su defensa, asombrosamente el ex dictador usó los mismos recursos que había usado cuando estaba en el poder. Y es asombroso porque no intentó renovarlo, fue el mismo, calcado de aquel en el que se refirió a los desaparecidos.

Pese a todas las evidencias, por un lado negó que hubiera un delito y por supuesto negó también haberlo cometido. Pero fue más allá porque si por un lado oculta un horror que es imposible blanquear, por el otro, lo justificaba. Videla dijo que no hubo un plan sistemático de robo de bebés cuando él se desempeñó como presidente de facto del país. Y además dijo que las embarazadas eran guerrilleras que usaban sus embarazos como escudos para evadir a las fuerzas represivas. No hubo lo que hubo, pero estaría bien que lo hubiera habido. Oculta el horror, pero al mismo tiempo lo justifica.

Esa negación deja constancia de que los militares fueron conscientes de la gravedad de los delitos que estaban cometiendo. Fueron tan conscientes que nunca se atrevieron a asumirlos en forma pública. Son tan graves que son imposibles de justificar abiertamente, por eso los niegan. Niegan que hayan existido, de la misma manera que los neonazis niegan la existencia de los campos de concentración del nazismo. Pero al mismo tiempo los justifican en el caso de que hubieran ocurrido. Esa modalidad de secuestro, desaparición, tortura y asesinato en la clandestinidad, de ocultar el horror, pero al mismo tiempo justificar lo oculto, tiene muchas causas. En principio, el principal motivo fue la cobardía de los mismos represores, que no estaban dispuestos a asumir la responsabilidad por los actos que cometían y por lo tanto abandonaron a su suerte a los cuadros de menor jerarquía que fueron los culpables directos.

Pero más allá de los motivos, la consecuencia fue un discurso de terror profundo. Se le puede tener miedo a muchas cosas, pero lo que produce más terror es la amenaza de lo desconocido, porque en ese desconocido, cada quien mete a lo que más miedo le tiene. Así era Videla hablando de los desaparecidos, sugiriendo un horror oscuro pero inexorable como una condena divina o castigo natural a determinadas acciones. Durante muchos años la sociedad recibió ese mensaje de horrores ocultos pero justificados, horrores que le podían suceder a cualquiera, un mensaje de castración. Se puede reclamar, pero no se puede actuar en función de ese reclamo. Cuando alguien, organización o individuo, actúe para lograr la satisfacción de ese reclamo se pone en un lugar de riesgo intolerable. Lo testimonial es aceptado, pero la acción política para la transformación o el cambio es duramente penalizado.

Ese discurso de castración echó raíces muy profundas en la sociedad, que quedó atrapada en él hasta muchos años después de la dictadura, durante los cuales primaron gobiernos conservadores, izquierdismos testimoniales y progresismos impotentes.









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