- “Nunca pude pensar en la injusticia sin indignarme, y pensar en ella me produce siempre una rara sensación de asfixia, como si no pudiendo remediar el mal que yo veía, me faltase el aire necesario para respirar. Ahora pienso que la gente se acostumbra a la injusticia social en los primeros años de su vida. Hasta los pobres creen que la miseria que padecen es natural y lógica. Se acostumbran a verla como si fuese posible acostumbrarse a un veneno poderoso. Yo no pude acostumbrarme al veneno. Esto es tal vez lo único inexplicable de mi vida”, dice Evita, con sus palabras sencillas, en La razón de mi vida...
Detrás de la santa y de la puta
Sergio Wischñevsky
Nunca ocupó un puesto dentro del Estado, jamás tuvo un cargo electivo. Los millones de argentinos que la amaban no tuvieron la oportunidad de votarla. Se cumplen cien años del nacimiento de una mujer con categoría de mito. Sin duda podría y debería ser estudiada más allá de las pasiones, pero despojada de ellas, pierde gran parte de su encanto y de su verdadera trascendencia histórica. Sin ese halo, sin ese soplo de vida, una biografía de Evita no es un análisis, es una autopsia.
“Nadie sino el pueblo me llama Evita. Solamente aprendieron a llamarme así los descamisados. Los hombres de gobierno, los dirigentes políticos, los embajadores, los hombres de empresa, profesionales, intelectuales, etc., que me visitan suelen llamarme señora; y algunos incluso me dicen públicamente Excelentísima o Dignísima Señora y aun a veces, Señora Presidenta. Cuando un pibe me nombra Evita me siento madre de todos los pibes y de todos los débiles y humildes de mi tierra”. Escribió en 1951 en su libro testimonio: La razón de mi vida.
María Eva Duarte de Perón, Evita, hacía sus discursos sin leer, entendió que lo contrario del orden no es el caos, sino un nuevo orden, y eso fue lo que corporizó, un nuevo orden justicialista que no comulgó con la beneficencia, no creyó en la lástima y levantó en las siluetas plebeyas el orgullo de la Justicia Social.
Su vida tiene todos los condimentos de un relato que parece sacado de la mitología griega. El nacimiento en los Toldos el 7 de mayo de 1919. Hija de Juan Duarte y Juana Ibarguren. El padre, rico estanciero y político conservador de Chivilcoy, participó en las maniobras gubernamentales de expropiación de tierras a los mapuches. Los Toldos era una toldería mapuche. Juana, su madre, era una mujer humilde, resignada a un lugar secundario frente al poderío del patrón que mantenía dos familias: la legal y la de Eva.
Vivió en el campo hasta 1926, fecha en la que el padre falleció y la familia quedó desheredada y completamente desprotegida debiendo abandonar la estancia en la que vivían. La imagen de su madre, con ella aún muy niña y sus hermanos, llegando al funeral de donde fueron expulsados con desdén es de un dramatismo conmovedor un cuadro excepcional de aquella Argentina.
La segunda parte de esta historia arranca en 1935 cuando Evita, con 15 años, viajó a Buenos Aires. Ahí se desarrolla su lucha por ser actriz, se codea con la farándula, se esfuerza “por ser alguien en la vida”, son épocas duras, la crisis social y económica que empezó en 1930 generó una gran masa humana de migración interna con una dirección única: desde las provincias hacia la gran ciudad en busca de oportunidades. Consiguió trabajo en la Radio interpretando a Mujeres de la historia. Adquirió un muy rico e inusual vocabulario, ese que dejó frases imborrables en la memoria popular. Aparece en revistas, participa en compañías teatrales, hace su incursión en el cine. El domingo 26 de julio de 1936, en el diario La Capital de Rosario apareció la primera foto pública que se le conoce con el siguiente epígrafe: “Eva Duarte, joven actriz que ha logrado destacarse en el transcurso de la temporada que hoy termina en el Odeón”. Y asomó otra veta: fue una de las fundadoras de la Asociación Radial Argentina (ARA), primer sindicato de los trabajadores de la radio.
El tercer gran capítulo comienza el 22 de enero de 1944 en el estadio Luna Park, en un acto para recaudar fondos para las víctimas de un devastador terremoto en la ciudad de San Juan. Allí Eva, de 24 años, conoce a Perón, viudo de 48 años. El inolvidable Roberto Galán aseguró siempre que él los presentó y uno quisiera creerle. Solo un mes después ya estaban conviviendo, y eso fue un escándalo para los conservadores camaradas de las FFAA.
Solo cinco días después del cisma político irreversible que significó el 17 de octubre de 1945, Perón y Evita se casaron en Junín y se enfocaron en la campaña electoral con vistas a las elecciones presidenciales de febrero de 1946. Esas que abrieron una grieta política profunda en Argentina, la grieta social ya llevaba varias décadas. El peronismo se enfrentó a prácticamente toda la clase política de aquel entonces nucleada en la Unión Democrática, y contra todos los pronósticos ganó la presidencia. Eva rompió los protocolos de la usanza de aquellos tiempos, las esposas de los candidatos se restringían a un rol apolítico y “acorde a lo que se espera de una dama”, pero no fue el caso, ella participó y habló en muchos actos, tuvo voz y discurso propio. En esos meses levantó las banderas, de larga tradición, de los derechos políticos de las mujeres. Y en 1947 fue ella la que anuncia a las argentinas que su derecho a votar y participar en política estaba consagrado.
La tradición indicaba que Eva debía ser la “primera dama” y se le reservaba la presidencia de la centenaria Sociedad de Beneficencia; pero las distinguidas damas le negaron ese honor aduciendo que era demasiado joven: “entonces que sea mi madre” retrucó Eva con sorna y poco después dio por disuelta esa organización. Los motivos los dejó bien claros: “No. No es filantropía, ni es caridad, ni es limosna, ni es solidaridad social, ni es beneficencia. Ni siquiera es ayuda social, aunque por darle un nombre aproximado yo le he puesto ése. Para mí, es estrictamente justicia. Lo que más me indignaba al principio de la ayuda social, era que me la calificasen de limosna o de beneficencia”.
Estas formas desafiantes, los contenidos igualitarios, sus aires de mujer poderosa sin culpa ni falsas modestias le granjearon un amor descomunal de las multitudes trabajadoras que la elevaron a la categoría de Santa, y un odio pocas veces visto de los sectores antiperonistas. Ezequiel Martínez Estrada no se privó de decir: “Esta mujer tenía no sólo la desvergüenza de la mujer pública en la cama, sino la intrepidez de la mujer pública en el escenario… una farsante capaz de representar cualquier papel, incluso el de dama honorable...”. En la Fundación Eva Perón llevó a cabo obras de enorme envergadura, y sus enemigos lo han reconocido al criticarle lo demasiado buena que era la comida, la atención y las ropas que repartía entre los humildes.
El punto culminante de su relación con las multitudes fue sin duda el 31 de agosto de 1951, la gente le pedía que sea candidata a la vicepresidencia y Evita les juraba que no importaban los cargos. Fue un diálogo espontáneo, natural, con una tensión abierta. Aún no sabemos con certeza por qué “renunció a los honores pero no a la lucha”. Ella se veía dubitativa, con ganas de decir que sí, se lo estaba pidiendo el pueblo, no pudo dar el no definitivo que vino días después en un mensaje por cadena nacional.
El cáncer de útero se llevó a la joven que no tuvo hijos y se convirtió en la madre de tantos. Mujer de definiciones, sabía que a veces el punto medio, no es el punto de equilibrio: “Yo, sin embargo, por mi manera de ser, no siempre estoy en ese justo punto de equilibrio. Lo reconozco. Casi siempre para mí la justicia está un poco más allá de la mitad del camino… ¡Más cerca de los trabajadores que de los patrones”!
La cálida mano izquierda
Mario Wainfeld
Rodolfo Walsh entra al Parnaso con “Esa mujer”. Hay otras menciones a Evita en su obra, una insuperable en “¿Quién mató a Rosendo?”. Relata un episodio de la infancia de Francisco Granato, laburante re-pobre, uno de los cinco hijos de un albañil enfermo y maltratado por la patronal. Entre el recuerdo de Granato y la prosa de Walsh arman lo que viene.
“Me dio la mano y, bueno, naturalmente, la casa de nosotros era bastante friolenta y yo tenía frío, así que me acuerdo que la mano de Evita era muy caliente”.
Ella le acarició la cabeza. Él le pidió una bicicleta. (…)
Entonces Eva Perón le preguntó (al padre) por qué rengueaba, fulminó sus órdenes, el Seguro se calló la boca. (…).
Hasta entonces, el viejo caminaba con una pierna sola, pero el Seguro igual le daba el alta y tenía que volver al trabajo. (…).
Debió ser en el 51, cuando su madre recibió la carta de la Fundación, fue con él, hicieron las horas de espera hasta la medianoche, conversando el chocolate y los sándwiches
de miga, hasta que ella los recibió, y la madre pidió la máquina de coser pero también las chapas para terminar la pieza, y al fin, con un supremo esfuerzo, la dentadura postiza,
-Si no fuera demasiado abuso.
Vio, con esa humildad de todos los humildes, que les parece que siempre piden mucho, y Evita le dice: “No, si eso no lo pide nadie; al contrario, necesitamos gente que pida eso, para que los médicos puedan estudiar”, y le hizo un chiste como agradeciéndole que se atreviera a pedir los dientes postizos para ella y para el viejo.
Walsh remata:
“A los dos o tres días llegó el camión con las chapas, las camas, los colchones, la bolsa de azúcar, las tazas, los platos, la ropa, las hormas de queso, las dentaduras postizas”.
Llegaron, si se permite una intrusión, después de haberse conversado.
Contrato de lectura: esta columna podría terminar acá. Lo que sigue es ulterior, secundario, rebuscado en comparación. Ahí va.
**
Hoy en día suele hablarse del Estado presente, del Estado amigable. De ordinario se refiere a tentativas para ablandar la burocracia sin aportarle calor humano: descentralizaciones, trámites supuestamente veloces, informatización eventualmente. Evita corporizaba al Estado benefactor, tangible, cálido.
El sociólogo Pierre Bourdieu usó la imagen “la mano izquierda del Estado” para referir a las políticas sociales, reparadoras. La mano izquierda corresponde al lado del corazón y compite como mejor puede con la derecha, la de las políticas económicas, la alejada del cuore. Evita tendía esa mano, acariciaba.
Por eso la odiaron, porque las conquistas de muchos disputan con las prerrogativas de pocos. La odió una clase dominante apoltronada en la explotación; también una burguesía clueca, poco perspicaz para entender que el nuevo paradigma podía convenirle. La insultaron, ultrajaron su cuerpo.
Hoy en día deshistorizan su memoria, niegan la conflictividad que la acunó y en la que intervino.
La mano derecha, a menudo, sabe pegar o manipular.
**
El odio es una de las claves de la política en Argentina y en el mundo: la grieta dista de ser una novedad en el tiempo o una exclusividad en el espacio. Hace poco escuché al sociólogo Marcelo Leiras explicar que el neoliberalismo económico fracasó y que no ha surgido reemplazo. Una de las respuestas extendidas es el odio.
El odio vence al amor, remacha Leiras.
Millones de personas explotadas y desguarnecidas odian a quien no deberían odiar. Al prójimo, al vecino, al cercano, a los migrantes o personas de otros colores o religiones. Cabecitas negras del planeta, pongalé.
La historia no se repite pero propende a simetrías, paralelismos tendencias.
Décadas después de su muerte se coreaba “se siente/se siente/Evita está presente”. También lo estaba en vida, de eso se trataba. Tanto como de un expandido Estado benefactor, uno de los más desarrollados del planeta, que proveía bienes, trabajo, ampliaba derechos, enaltecía a los sumergidos, les reconocía dignidad.
Es sencillo, accesible, cantado, comprender por qué la amaron las personas humildes, de la clase trabajadora. Millones de Granatos, sus viejas, sus viejos. El mejor amor, en todos los órdenes de la vida, es el correspondido.
Por eso la enarbolaron como bandera argentines de otra clase y otra generación, como quien les habla.
Todo eso, dirá usted, estaba contenido en la cita de Walsh- Granato, treinta líneas que cifran toda una historia. Tiene razón pero no me diga que no le avisé.
Atavíos de Eva
Horacio González
La crítica a lo patético podría tener cierto sentido cuando se transforma en pura exterioridad la expresión amorosa. No saber graduar las “razones del corazón” sería lo patético, palabra con la cual el liberalismo argentino eligió la frugalidad y la abstinencia en cuanto a la manifestación de las pasiones y también para fraguar sus juicios sobre el arte. El primer peronismo vulneró todas esas reglas, pero su forma de mostrar una pasión pública que no fuera chabacana ni grosera, se expresó en la figura de Evita. El “pathos” de Evita no derivaba hacia el concepto vulgar de lo patético –es decir, la emoción innecesaria que no conoce cómo moderarse–, sino que su figura surgía precisamente de la máxima estilización que se permitía la vida popular amorosa, cuando lo íntimo tocaba con su varita a lo social. Los enemigos del patetismo tenían ante sí la forma más elaborada del amor trágico en el seno de una maquinaria estatal.
Eva transitaba desde el ilusionismo de su guardarropa, los crudos obstáculos que le ofrecía una sociedad absorta que la escuchaba hablar a ella de la “revolución peronista” y que con su contundente “mis grasitas” ponía toda la política bajo la cuerda de los humillados y ofendidos. Su plástica ubicuidad iba de sus atuendos sobrios a las vestiduras de gala, esa serie infinita de atavíos que preanunciaban su etéreo pasaje desde los salones del Estado a las escenas de fascinación que protagonizaban las multitudes proféticas. El vértigo con que se trasladaba desde una voz quebrada por dentro por una angustia indescifrable, hacia la leyenda que la quería impartiendo las decisiones más duras contra los “contreras”, indica de qué modo se abandonó a un juego de contradicciones que son la piedra basal de su mitología. La foto de Giselle Freund que consigue exponerla peinándose ante un espejo, contrariando su clásico rodete, los diálogos con el modisto Paco Jamandreu y ese agonismo profundo que nunca abandonaba en sus discursos, aunque fuera para inaugurar un campeonato infantil de fútbol, son a la vez la continuación de su carrera de actriz. Eva había representado en 1936 La hora de los niños, de Lilian Hellman, un gran éxito de la dramaturga norteamericana, esposa de Dashiel Hammet, acusada de comunista. Y luego, por relación posterior con Mario Soffici, Eva podría ser una ejemplificación en el terreno histórico de lo que había anticipado en 1938 el film Kilómetro 111. La crítica a los dueños ingleses del ferrocarril y el intento de una de las sobrinas del jefe de estación de entrar en la cinematografía viajando a Buenos Aires.
Que el amor fuera un sentimiento público podía originar justas reclamaciones de los partidarios de un mundo amoroso solo destinado a confesiones íntimas o a la confidencialidad de las caricias. Del mismo modo, la igualación del amor público con el amor doméstico, suele ser el tema que Leónicas Lamborghini trató haciendo otro febril montaje del discurso de Eva, bajo la gran metáfora de una “hoguera”, donde lo que arde es un amor tratado como un tríptico. “Si veo claramente lo que es mi pueblo y lo quiero y siento su cariño acariciando mi nombre, es solamente por él”, se lee en La razón de mi vida. El provee las posibilidades, ella las recibe para poder ver a lo popular, que se muestra para ser querido y a la vez acariciar a quien la quiere. Las tres figuras, Perón, el Pueblo y Eva, la dejan a ella en un etéreo papel flotante, de médium. En ese célebre texto ella acepta poner su firma caligráfica, “Eva Perón”, con rasgos que calcan los trazos que salen de la pluma enérgica del que le da su otro nombre –del que sabe que la respalda cuando se independiza y reclama ser solo Evita. En esta vida legendaria, podemos ver en acto y en toda su plenitud teatral, todo lo que Freud había estudiado en Psicología de masas e ideal del yo, en 1914. Allí se hablaba del amor a los jefes, de las hipnosis como una tensión en las conciencias de las masas, del cemento libidinal que mantiene a toda clase de instituciones. Es como si estuviera escribiendo un libreto para la eclosión argentina de 1945. Sin ridiculizar, lamentar, reír o detestar las acciones humanas.
El mensaje de "Mi mensaje"
José Pablo Feinmann
El martes 31 de julio de 2012, el Congreso nacional presentó la edición definitiva de Mi mensaje, texto que Eva Perón dictó durante los últimos días de su agonía. Fue un honor que me encargaran el Prólogo. Mi mensaje fue escrito de cara a la Muerte. Con los días contados. Ya no había intereses, ni coyunturas ni manos ajenas que pudieran herir el texto. Es Eva Perón en carne viva, sin velos, sin ganas de guardarse nada. De aquí la dureza y autenticidad de sus palabras. Vamos a escoger algunos textos. Darle la palabra a Evita. Fueron las últimas que dijo y tienen la fuerza de lo definitivo.
“Nadie fue capaz de seguir la farsa como yo para saber toda la verdad. Porque todos los que salieron del pueblo para recorrer mi camino no volvieron nunca. Se dejaron deslumbrar por la maravillosa fantasía de las alturas y se quedaron para gozar de la mentira.”
“Yo no me dejé arrancar el alma que traje de la calle, por eso no me deslumbró jamás la grandeza del poder y pude ver sus miserias. Por eso nunca me olvidé de las miserias de mi pueblo y pude ver sus grandezas.”
Decide denunciar definitivamente (¿qué otra cosa si no lo definitivo le quedaba?) a los enemigos del pueblo: “A veces los he visto fríos e insensibles. Declaro con toda la fuerza de mi fanatismo que siempre me repugnaron. Les he sentido frío de sapos o de culebras”.
Se entrega a una exaltación del “fanatismo”. Del suyo, al que llegará a identificar con el de Cristo. En Eva, el fanatismo implica la entrega absoluta a una causa. Siempre dijo: “Los tibios me repugnan”.
“Para servir al pueblo hay que estar dispuestos a todo, incluso a morir. Los fríos no mueren por una causa, sino de casualidad. Los fanáticos, sí (...) El fanatismo es la única fuerza que Dios le dejó al corazón para ganar sus batallas”.
“Tenemos que convencernos para siempre: el mundo será de los pueblos si los pueblos decidimos enardecernos en el fuego sagrado del fanatismo. Quemarnos para poder quemar, sin escuchar la sirena de los mediocres y los imbéciles que nos hablan de prudencia. Ellos, que hablan de la dulzura y del amor que Cristo dijo: ¡Fuego he venido a traer sobre la tierra y qué más quiero sino que arda! Cristo nos dio un ejemplo divino de fanatismo. ¿Qué son a su lado los eternos predicadores de la mediocridad?” Las citas bíblicas de Eva son precisas, ni erráticas ni menos aún equivocadas. Tomo, de mi Prólogo, el siguiente fragmento: “Jesús, en Lucas 12.49, dice: ‘He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya hubiera prendido!’” (Biblia de Jerusalén). Luego, en 12.51, insiste: “¿Creéis que estoy aquí para poner paz en la tierra? No, os lo aseguro, sino división”. Son textos que han asombrado a los teólogos porque contradicen el mensaje central del profeta de Nazareth: el del amor, el de poner la otra mejilla. De aquí que, en San Mateo, el texto que Evita menciona sea antecedido por el título: Jesús, señal de contradicción. Y dice: “No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada” (Mateo, 10.34.). Hay una explicación. El confesor de Eva durante sus largos últimos días fue el padre Hernán Benítez. Es (muy) posible que él le hiciera conocer esas citas tan cuidadosamente escogidas y que ocupan un escueto espacio en los evangelios. Acaso impresionado por los durísimos textos contra la Iglesia, Hernán Benítez (un digno sacerdote, de los pocos: hoy Domingo Bresci, otro pastor del pueblo, da misa en la misma parroquia que él) negó la veracidad de Mi Mensaje. No es así. Vi el auténtico manuscrito. Me lo mostró hace más de diez años Fermín Chávez: un montón de hojas amarillentas. Cada una llevaba las iniciales inconfundibles de Eva.
“Si alguna cosa tengo que reprocharle a las altas jerarquías militares y clericales es precisamente su frialdad y su indiferencia ante el drama de mi pueblo.” Detesta a los que entregan a sus pueblos. A los que dicen que nada se puede hacer. “Podrá costar más o menos sacrificio, ¡pero siempre se puede! (...) ¿Los procedimientos? Hay mil procedimientos eficaces para vencer: con armas o sin armas, de frente o por la espalda, a la luz del día o a la sombra de la noche, con un gesto de rabia o con una sonrisa, llorando o cantando, por los medios legales o por los medios ilícitos que los mismos imperialismos utilizan contra los pueblos.”
“Ya no podrán jamás arrebatarnos nuestra justicia, nuestra libertad y nuestra soberanía. Tendrían que matarnos uno por uno a todos los argentinos. Y eso ya no podrán hacerlo jamás.” Doloroso texto. Revela que ni ella (que los conocía de cerca) había vislumbrado la crueldad de sus enemigos. Mataron a todos uno por uno. A todos los argentinos que les incomodaban para imponer sus planes económicos miserables, que arruinaron el país y los enriquecieron. La mataron a ella una y mil veces por medio de la desaparición, la injuria, la negociación política de su cuerpo escueto, magro. No la dejaron reposar en paz. Tenían miedo de una tumba suya en el país. Habría sido el lugar desde donde el pueblo –luego de rezarle, de evocarla y de expresarle ese amor que los hacía arder como ella había ardido– se organizaría. Ese pueblo marginado, excluido, que no podía votar porque estaban prohibidos su partido y su líder, porque la “democracia” de los militares del ’55 podía creer que lo era pese a excluirlos y esa farsa la aceptaron todos, civiles y militares, todos chapoteando durante dieciocho años en el fango de la ilegitimidad, llevando a la juventud al descreimiento político y a su fruto: la violencia.
“Me rebelo indignada con todo el veneno de mi odio o con todo el incendio de mi amor –no lo sé todavía– en contra del privilegio que constituyen todavía los altos círculos de las fuerzas armadas y clericales (...) Pero sé también que a los pueblos les repugna la prepotencia militar que se atribuye el monopolio de la Patria, y que no se concilian la humildad y la pobreza de Cristo con la fastuosa soberbia de los dignatarios eclesiásticos que se atribuyen el monopolio absoluto de la religión (...) Yo no diría una palabra si las fuerzas armadas fuesen instrumentos fieles al pueblo. Pero no es así: casi siempre son carne de la oligarquía.”
También les reserva duras palabras a los dirigentes sindicales que se dejan “marear por las alturas”: “Dirigentes obreros entregados a los amos de la oligarquía por una sonrisa, por un banquete o por unas monedas. Los denuncio como traidores”. Contra las jerarquías clericales: “Entre los hombres fríos de mi tiempo señalo a las jerarquías clericales cuya inmensa mayoría padece una inconcebible indiferencia frente a la realidad sufriente de los pueblos (...) Les reprocho haber abandonado a los pobres, a los humildes, a los descamisados, a los enfermos, y haber preferido en cambio la gloria y los honores de la oligarquía (...) Soy católica, pero no comprendo que la religión de Cristo sea compatible con la oligarquía y el privilegio”. Acusa a la religión de predicar el sometimiento ante los poderosos, ante esa oligarquía contra la que siempre luchó y que la supo odiar aún más allá de lo que los odiaba ella. “La religión no ha de ser jamás instrumento de opresión para los pueblos. Tiene que ser bandera de rebeldía (...) Predicar la resignación es predicar la esclavitud. Es necesario, en cambio, predicar la libertad y la justicia (...) Mi mensaje está destinado a despertar el alma de los pueblos de su modorra frente a las infinitas formas de la opresión y una de esas formas es la que utiliza el profundo sentimiento religioso de los pueblos como instrumento de esclavitud.”
Termina pidiendo que “los hombres y las mujeres del pueblo” no se entreguen jamás a la oligarquía. Porque: “Con ellos no nos entenderemos nunca, porque lo único que ellos quieren es lo único que nosotros no podremos darles jamás: nuestra libertad”.
Sólo algo más: no sé si me agrada verla a Eva en un billete, sea del valor que sea. El dinero es la mercancía de las mercancías. La mercancía a la que todas remiten. Si no, se retornaría al trueque. La mercancía es el alma del capitalismo. Más allá del dinero –como mercancía absoluta que sostiene el sistema– sólo restan los metales preciosos. ¿Cómo no voy a acordar en sacarlo a Roca de un billete (que es el alma de la clase oligárquica que él consolidó) aunque sólo sea para no verle la cara? Pero la cara de Eva apreciaría verla en otros paisajes. No quiero –cualquiera de estos días– recibir un billete gastado por el uso, por el manoseo de una sociedad que se basa en la acumulación simbólica de esos papeles sucios, y adivinar, detrás, el rostro de Eva. Si ya está, ya está. Pero también está servido el chiste gorila, el chiste que reverdecerá el viejo odio que acompañó a Evita en su vida y a lo largo de la muerte: “Evita volvió y es millones en billetes de cien pesos”. Habrá que buscar que, si vuelve, sea otra cosa. Porque ésa no está a su altura. Será tal vez un honor para cualquier otro, pero una Evita cosificada en la mercancía esencial del sistema que ella abominó no servirá de mucho. Ni le hace honor. El honor que, sin duda, altamente merece esa militante que quemó su vida en el fuego de su propia militancia. Que, con su último suspiro, se preguntó: “¿Sabrán mis grasitas cuánto los amo?”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario