Todo catálogo, por más incompleto y breve que sea, podría funcionar como una máquina de “casos”. Aunque el autor suministre un puñado de pistas sobre esa frontera tan imprecisa, móvil y escurridiza que se extiende entre la copia y la intertextualidad, las luces y sombras que se proyectan en los precarios recintos de las interpretaciones son ondas expansivas cuyas significaciones distan de cristalizar en fórmulas infalibles.
El libro de los plagios (Ediciones LEA), un ensayo inédito de Juan-Jacobo Bajarlía, avanza hacia el centro de los textos que, sin escamotear la polémica, devienen en referencia de tan peliaguda materia. Habrá lectores que tal vez vociferen un par de improperios o mascullen el asombro cuando, luego del irónico prólogo, se desayunen con la primera “sentencia” de plagio.
El poema 16 de (Pablo) Neruda, en 20 poemas de amor y una canción desesperada (1924) –afirma Bajarlía, siguiendo la acusación de Volodia Teitelboim–, es un calco del poema 30 de El jardinero, de Rabindranath Tagore.
La lupa del narrador, poeta, ensayista, periodista y dramaturgo se posa en otra evidente similitud. No ahorró sarcasmo el poeta chileno Vicente Huidobro a la hora de señalar la “influencia” que había tenido en su plagiario: Guillermo de Torre, “un crítico irrelevante y de mala fe, que no pudo roer la gloria que le cupo a Huidobro como introductor de la imagen en la poesía castellana y como padre de la revolución poética en la época del vanguardismo”.
El jugoso inédito de Bajarlía –“zoólogo de la monstruosidad”, según lo calificó Leopoldo Marechal– cuenta con un estudio preliminar de Elsa Drucaroff. Publicado 7 años después de la muerte de su autor, a los 90 años, en agosto de 2005, el libro analiza “casos” que no siempre ingresan mecánicamente en la órbita del plagio.
En la payada de Fierro con Moreno, por ejemplo, contenida en La vuelta de Martín Fierro, de José Hernández, la expresión “la ley es tela de araña (...) / pues la ruempe el bicho grande / y sólo enrieda a los chicos” es semejante a una conversación entre Solón y Anarcasis. El autor postula que “el valor metafísico de la expresión ‘tela de araña o telaraña’ es antiquísima”; acá hay intertextualidad, aunque la duda se despliega sobre si Hernández la tomó del Solón de Plutarco o del Solón de Diógenes Laercio.
Donde no hay nicho para la vacilación, en cambio, es en el poema de Neruda. Recién en la edición de 1937 y en las posteriores adosó una escueta aclaración, “especie de autoabsolución”: “Este poema es una paráfrasis del poema 30 de El jardinero de Rabindranath Tagore”. A confesión de una parte, en este caso no se relevan las pruebas. “Tú eres la nube crepuscular del cielo de mis fantasías. / Tu color y tu forma / son los del anhelo de mi amor. / Eres mía, eres mía, y vives en mis sueños infinitos”, se lee en el comienzo del poema de Tagore.
La “paráfrasis” nerudiana resulta un plagio evidente en opinión de Bajarlía: “En mi cielo al crepúsculo eres como una nube y tu color y forma son como yo los quiero. / Eres mía, eres mía, mujer de labios dulces / y viven en tu vida mis infinitos sueños”.
Este vademécum bajarliano rastrea las definiciones más importantes que apuntan al carozo de la cuestión. “Plagiar significa desnudar a uno para vestirse con sus palabras, entrar en el cuerpo de otro para tomar sus órganos pensantes”, gatilla en el primer párrafo del prólogo. “Plagiar es saltar por la ventana para saquear la casa, robarle el alma a su dueño, pactar con el Diablo.”
Aparentes “saqueos” no resisten la prueba de la “blancura” por donde se los examine. En el último capítulo de El libro de los plagios se revisa la acusación contra Gabriel García Márquez. Un colombiano, Luis Cova García, publicó una “requisitoria lamentable” en El Espectador, de Bogotá, el 11 de mayo de 1969, titulada “¿Coincidencia o plagio?”, en la cual pretendía que Cien años de soledad era una transposición de La búsqueda de lo absoluto, de Honoré de Balzac. Luego de diseccionar con una certera erudición los cinco principales puntos del impugnador –los “herrores”, como los bautiza Bajarlía–, concluye: “Insistir en este tema para pretender un plagio indica una dislexia. O bien poner las tinieblas del revés, como decía Rabelais”.
Las Memorias de Giovanni Giacomo Casanova de Seingalt fascinaron tanto a Ramón del Valle Inclán que copió párrafos de esa obra en su Sonata de primavera (1904). Bajarlía polemiza con el crítico Julio Casares, quien califica el procedimiento del dramaturgo, novelista y poeta español como “imitación del fondo”. Y transcribe una parte de los párrafos “asaltados a mano armada”.
“Mi palabra y mi fe no deben seros sospechosas, puesto que ningún vil interés me trae a vuestra presencia. Solamente una poderosa inspiración me impulsa a hablaros (...)”, se lee en Casanova.
“Mi palabra y mi fe no deben seros sospechosas, puesto que ningún vil interés me trae a vuestra presencia. Solamente me guía poderosa inspiración”, transcribe, groseramente, Valle Inclán. Al menos en este tramo citado, como en otros que cada lector/a podrá chequear en la página 54 del ensayo de Bajarlía, queda claro que no lo guiaba la mentada inspiración.
El capítulo sobre las acusaciones de plagio contra el semiólogo italiano Umberto Eco entabla un diálogo inmediato con el estudio preliminar de Drucaroff. La escritora y crítica literaria recuerda que las obras literarias son “una por una” y “si hay o no plagio, también”. “La teoría literaria muestra cómo algo que no fue literatura sino el relato real de sus orígenes para todo un pueblo (La Ilíada y La Odisea) es leído como literatura siglos después; Erich Auerbach lee la Biblia como literatura, mientras que para millones de personas es un texto sagrado; las amenazas de muerte a Salman Rushdie por escribir sus Versos satánicos muestran cómo algo que cierta formación social lee como novela (literatura) es entendido como palabra no ficcional por otros, y por eso hasta se consideran con derecho de castigar del modo más extremo a su autor”, subraya Drucaroff.
No exento de una entonación socarrona, y como si anticipara las argumentaciones de quienes defendieron a Sergio Di Nucci en 2007 –“un caso de plagio obvio y vergonzante que sacudió al campo intelectual argentino”, evoca Drucaroff, cuando el jurado del concurso Sudamericana-La Nación revocó el premio a Bolivia construcciones por tener 30 páginas copiadas casi literalmente de Nada, la novela de Carmen Laforet–, Bajarlía afirma que hay una excusa para el plagio que se llama intertexto.
“Este es válido en la medida en que, en estos tiempos, de alguna manera, se lo hagamos saber al lector –aclara–. No existiendo este requisito, cualquiera sea su forma, hay plagio, y no es imprescindible que sea literal.” No obstante la aclaración, considera que existe intertextualidad con los modelos literarios que el semiólogo italiano eligió para trabajar en El nombre de la rosa y El péndulo de Foucault. Aunque “falta el estudio riguroso para emitir un juicio definitivo”, admite Bajarlía, impulsor del vanguardismo en el país que formó parte del movimiento de Arte Concreto–Invención junto con Edgar Bayley, Gyula Kósice y Tomás Maldonado, entre otros, autor de policiales que publicó con el seudónimo de John J. Batharly, Historias de monstruos (1969), Los números de la muerte (1972) y El endemoniado Sr. Rosetti (1977).
Hay más intertextualidades inventariadas entre Albert Camus y Sarmiento, entre Dante y el Juicio final musulmán. Y una “copia ambigua”, que tal vez sea materia para debatir al interior de El libro de los plagios. El periodista Bernard Diederich, corresponsal de la revista Time, acusó a Mario Vargas Llosa de plagio. En La fiesta del Chivo, novela de ficción basada en la dictadura del dominicano Rafael Leónidas Trujillo y en la conspiración para asesinarlo, publicada en 2000, el escritor peruano habría utilizado partes de Trujillo: la muerte del Chivo, investigación que el periodista publicó en 1978. A pesar de que Bajarlía reconoce que el Premio Nobel de Literatura tomó elementos de Diederich, texto que Vargas Llosa nunca ha negado conocer, pondera que “sólo un auténtico genio de la literatura”, como el autor de La tía Julia y el escribidor, podría haber mejorado el original, “añadiendo la sal y pimienta de su imaginación y su oficio como hombre de letras de indiscutible calidad...”.
Como adivinando las conjeturas que dejan abiertas los puntos suspensivos en sus lectoras y lectores póstumos, agrega: “Pero no hubiera estado de más que hubiese incluido un agradecimiento especial al periodista que recopiló con tanto trabajo los datos de los que se ha servido para dar forma a su obra de arte”.
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