Algo anda mal. No hay matices, todo se parece demasiado y se repite como una historia circular, una y otra vez. ¿Nos habrán robado la posibilidad de ser originales, auténticos, únicos, en la riquísima diversidad de la vida, siguiendo nuestra idiosincracia, respetando nuestra identidad, en lugar de las ofertas y descuentos?
Hemos perdido la alegría ─en cierta forma─ de hacer las cosas con nuestras propias manos. Quizás, el mercado nos ganó, la modernidad, el progreso, o el neoliberalismo, no sé, pero lo pasado fue mejor, digo, lo de hace algunas décadas. Sí, claro, no hay tiempo, vivimos apurados, y se resuelve más fácil y rápido si alguien lo hace por nosotros, las fiestas de los chicos, los cumpleaños, por ejemplo. Sólo es cuestión de plata, algunos con eso arreglan casi todo.
Atención, está todo listo, premasticado: el salón, el pelotero (o el inflable), la torta, la chica de la puerta que te pide el celular, los animadores desanimados, la música ensordecedora enlatada para chicos (Wachiturros, Disney, Reggaeton, jamás María Elena Walsh o sucedáneos), los chisitos y papas fritas, los panchos, la coca cola (nunca una fruta), la piñata, los souvenirs, la bolsita con caramelos. Todo igual. El año pasado fui a más 20 cumpleaños de 4 y de 5 años. Este años fui a más de 20 cumpleaños de 5 y de 6 años, todos iguales. El año que viene de nuevo.
No, no eran festejos del mismo colegio, ni del mismo jardín, ni de la misma clase social. Es el cumpleaños estándar, el que sale entre 750 a 2.000 pesos, o más. Lo único que hay que hacer es seguir al que cumplió años antes, o buscar precio, entre 2 o tres salones. Dicen que en provincia es más barato que en capital, y los sábados o domingos son más caros que días de semana. Después, según tus pretenciones, podés contratar, mago, animador, contorsionista, lanzallamas, stripper.
Será nostalgia o elección conciente, quién sabe. Yo me quedo con los sanguchitos de pan de viena chiquitos que hacía mi vieja, las pizzetas de la abuela, la pasta flora de mi tía, las rondas y juegos entre los pibes y pibas, la mancha cuerpo a cuerpo, la escondida interminable, rodillas en tierra, afectos y energía cinética multiplicada. Sin computadoras, ni blackberrys, ni joysticks, todo umplugged. Cada fiesta era un tesoro escondido para descubrir. Una sorpresa, como la vida misma.
¿Y si recuperamos la fiesta como intercambio de emociones y regocijo compartidos, y abandonamos el trámite perentorio de seguir la corriente formateada, la manada?
En casa, en el patio, en la terraza, y un poco en la vereda también.
Podrás decir que soy
un soñador, pero no soy el único...