- “Uno de los errores más terribles que podemos cometer mientras estudiamos, como alumnos o maestros, es retroceder frente al primer obstáculo con que nos enfrentamos, no asumir la responsabilidad que nos impone la tarea de estudiar...”
Paulo Freire
Texto del educador y filósofo Paulo Freire, publicado en el año 1993, en el libro "cartas a quem ousa ensinar"
Creo
que el mejor punto de partida para este tema es considerar la cuestión
de la dificultad, la cuestión de lo difícil y el miedo que provoca.
Se
dice que alguna cosa es difícil cuando el hecho de enfrentarla u
ocuparse de ella se convierte en algo penoso, es decir, cuando presenta
algún obstáculo. «Miedo», según la definición del Diccionario Aurélio,
es un «sentimiento de inquietud frente a la idea de un peligro real o
imaginario». Miedo de enfrentar la tempestad. Miedo de la soledad. Miedo
de no poder franquear las dificultades para finalmente entender un
texto.
Siempre existe una relación entre el
miedo y la dificultad, entre el miedo y lo difícil. Pero en esta
relación evidentemente se encuentra también la figura del sujeto que
tiene miedo de lo difícil o de la dificultad. El sujeto que le teme a la
tempestad, que le teme a la soledad o teme no conseguir franquear las
dificultades para entender finalmente el texto, o producir la
inteligencia del texto.
En esta relación entre
el sujeto que teme y la situación u objeto del miedo existe además otro
elemento constitutivo que es el sentimiento de inseguridad del sujeto
temeroso. Inseguridad para enfrentar el obstáculo. Falta de fuerza
física, falta de equilibrio emocional, falta de competencia científica,
ya sea real o imaginaria, del sujeto.
La
cuestión que aquí se plantea no es negar el miedo. Aun cuando el peligro
que lo genere sea ficticio, el miedo en sí, sin embargo, es concreto.
La cuestión que se presenta es la de no permitir que nos paralice o nos
persuada de desistir fácilmente, de enfrentar la situación desafiante
sin lucha y sin esfuerzo.
Frente al miedo, sea
de lo que fuera, es preciso que primeramente nos aseguremos con
objetividad de la existencia de las razones que nos lo provocan. En una
segunda instancia, si éstas existen realmente, que las comparemos con
las posibilidades de las que disponemos para enfrentarlas con
probabilidades de éxito. Y por último, que pensemos qué podemos hacer
para, si éste es el caso, aplazar el enfrentamiento del obstáculo y
volvernos más capaces de hacerlo mañana.
Con
estas reflexiones quiero subrayar que lo difícil o la dificultad están
siempre relacionados con la capacidad de respuesta del sujeto que,
frente a lo difícil y a la evaluación de sí mismo en cuanto a la
capacidad de respuesta, tendrá más o menos miedo o ningún miedo o miedo
infundado o, reconociendo que el desafío sobrepasa los límites del
miedo, se hundirá en el pánico. Éste es el estado de espíritu que
paraliza al sujeto frente a un desafío que reconoce sin ninguna
dificultad como absolutamente superior a cualquier intento de respuesta:
tengo miedo de la soledad y me siento en pánico en una ciudad asolada
por la violencia de un terremoto.
Aquí me
gustaría ocuparme solamente de las reflexiones en torno al miedo de no
comprender un texto de cuya inteligencia precisamos en el proceso de
conocimiento en el que estamos insertos en nuestra capacitación. El
miedo paralizante que nos vence aun antes de intentar, más
enérgicamente, la comprensión del texto.
Si
tomo un texto cuya comprensión debo trabajar, necesito saber: a] si mi
capacidad de respuesta está a la altura del desafío, esto es, del texto
que debe ser comprendido; b] si mi capacidad de respuesta es menor, o c]
si mi capacidad de respuesta es mayor.
Si mi
capacidad de respuesta es menor, no puedo ni debo permitir que mi miedo
de no entender me paralice y que, considerando mi tarea como imposible
de ser realizada, simplemente la abandone. Si mi capacidad de respuesta
es menor que las dificultades de comprensión del texto, debo tratar de
superar por lo menos algunas de las limitaciones que me dificultan la
tarea con la ayuda de alguien, y no sólo con la ayuda del profesor o la
profesora que me indicó la lectura. A veces ésta exige alguna
convivencia anterior con otro que nos prepara para un paso posterior.
Uno
de los errores más terribles que podemos cometer mientras estudiamos,
como alumnos o maestros, es retroceder frente al primer obstáculo con
que nos enfrentamos, no asumir la responsabilidad que nos impone la
tarea de estudiar, como se impone cualquier otra tarea a quien deba
realizarla.
Estudiar es un quehacer exigente en
cuyo proceso se da una sucesión de dolor y placer, de sensación de
victoria, de derrota, de dudas y alegría. Pero por lo mismo estudiar
implica la formación de una disciplina rigurosa que forjamos en nosotros
mismos, en nuestro cuerpo consciente. Esta disciplina no puede sernos
dada ni impuesta por nadie —sin que eso signifique desconocer la
importancia del papel del educador en su creación—. De cualquier manera,
o somos sujetos de ella, o ella se vuelve una mera yuxtaposición a
nuestro ser. O nos adherimos al estudio como un deleite y lo asumimos
como una necesidad y un placer o el estudio es una pura carga, y como
tal, lo abandonamos en la primera esquina.
Cuanto
más asumimos esta disciplina tanto más nos fortalecemos para superar
algunas amenazas que la acechan y que acechan, por lo tanto, a la
capacidad de estudiar eficazmente.
Una de esas
amenazas, por ejemplo, es la concesión que nos hacemos a nosotros mismos
de no consultar ningún instrumento auxiliar de trabajo como
diccionarios, enciclopedias, etc. Deberíamos incorporar a nuestra
disciplina intelectual el hábito de consultar estos instrumentos a tal
punto que sin ellos nos resulte difícil estudiar.
Huir
frente a la primera dificultad es permitir que el miedo de no llegar a
un buen fin en el proceso de inteligencia del texto nos paralice. De ahí
a acusar al autor o a la autora de incomprensible existe sólo un paso.
Otra
amenaza al estudio serio, que se transforma en una de las formas más
negativas de huir de la superación de las dificultades que enfrentamos y
ya no del texto en sí mismo, es la de proclamar la ilusión de que
estamos entendiendo, sin poner a prueba nuestra afirmación.
No
tengo por qué avergonzarme por el hecho de no estar comprendiendo algo
que estoy leyendo. Sin embargo, si el texto que no estoy comprendiendo
forma parte de una relación bibliográfica que es vista como fundamental,
hasta que yo lo perciba y concuerde o no con que es realmente
fundamental debo superar las dificultades y entender el texto.
No
es exagerado repetir que el leer, como estudio, no es pasear libremente
por las frases, las oraciones y las palabras sin ninguna preocupación
por saber hacia dónde ellas nos pueden llevar.
Otra
amenaza para el cumplimiento de la tarea difícil y placentera de
estudiar, que resulta de la falta de disciplina de la que ya he hablado,
es la tentación que nos acosa, mientras leemos, de dejar la página
impresa y volar con la imaginación bien lejos. De pronto, estamos
físicamente con el libro frente a nosotros y lo leemos apenas
maquinalmente. Nuestro cuerpo está aquí pero nuestro gusto está en una
playa tropical y distante. Así es realmente imposible estudiar.
Debemos
estar prevenidos para el hecho de que pocas veces un texto se entrega
fácilmente a la curiosidad del lector. Por otro lado, no es cualquier
curiosidad la que penetra o se adentra en la intimidad del texto para
desnudar sus verdades, sus misterios, sus inseguridades, sino la
curiosidad epistemológica —la que al tomar distancia del objeto se
«aproxima» a él con el ímpetu y el gusto de descubrirlo—. Pero esa
curiosidad fundamental no es suficiente. Es preciso que al servirnos de
ella, que nos «aproxima» al texto para su examen, también nos demos o
nos entreguemos a él. Para esto es igualmente necesario que evitemos
otros miedos que el cientificismo nos ha inoculado. Por ejemplo, el
miedo de nuestros sentimientos, de nuestras emociones, de nuestros
deseos, el miedo de que nos echen a perder nuestra cientificidad. Lo que
yo sé, lo sé con todo mi cuerpo: con mi mente crítica, pero también con
mis sentimientos, con mis intuiciones, con mis emociones. Lo que no
puedo hacer es detenerme satisfecho en el nivel de los sentimientos, de
las emociones, de las intuiciones. Debo someter a los objetos de mis
intuiciones a un tratamiento serio, riguroso, pero jamás debo
despreciarlos.
En última instancia, la lectura
de un texto es una transacción entre el sujeto lector y el texto, como
mediador del encuentro de ese lector con el autor del texto. Es una
composición entre el lector y el autor en la que aquél, esforzándose con
lealtad en el sentido de no traicionar el espíritu del autor,
«reescribe» el texto. Y resulta imposible hacer esto sin la comprensión
crítica del texto, que por su lado exige la superación del miedo a la
lectura y que se va dando en el proceso de creación de aquella
disciplina intelectual de la que he hablado antes. Insistamos en la
disciplina referida. Ella tiene mucho que ver con la lectura, y por lo
tanto con la escritura. No es posible leer sin escribir, ni escribir sin
leer.
Otro aspecto importante, y que desafía
aún más al lector como «recreador» del texto que lee, es que la
comprensión del texto no está depositada, estática, inmovilizada en sus
páginas a la espera de que el lector la desoculte. Si fuese así
definitivamente, no podríamos decir que leer de manera crítica es
«reescribir» lo leído. Por eso es que antes he hablado de la lectura
como composición entre el lector y el autor, en la que el significado
más profundo del texto también es creación del lector. Este punto nos
lleva a la necesidad de la lectura también como experiencia dialógica,
en la que la discusión del texto realizada por sujetos lectores aclara,
ilumina y crea la comprensión grupal de lo leído. En el fondo, la
lectura en grupo hace emerger diferentes puntos de vista que,
exponiéndose los unos a los otros, enriquecen la producción de la
inteligencia del texto.
Entre las mejores
prácticas de lectura que he tenido dentro y fuera de Brasil yo citaría
las que realicé coordinando grupos de lectura sobre un texto.
Lo
que he observado es que la timidez frente a la lectura o el propio
miedo tienden a ser superados, y se liberan los intentos de invención
del sentido del texto y no sólo de su descubrimiento.
Obviamente,
antes de la lectura en grupo, y como preparación para ella, cada
estudiante realiza su lectura individual. Consulta tal o cual
instrumento auxiliar. Establece esta o aquella interpretación de uno u
otro de los fragmentos de la lectura. El proceso de creación de la
comprensión de lo que se lee va siendo construido en el diálogo entre
los diferentes puntos de vista en torno al desafío, que es el núcleo
significativo del autor.
Como autor, yo
estaría más que satisfecho si llegara a saber que este texto provoca
algún tipo de lectura comprometida, como aquellas en las que vengo
insistiendo a lo largo de este libro, entre sus lectores y lectoras. En
el fondo, ése debe ser el sueño legítimo de todo autor, ser leído,
discutido, criticado, mejorado, reinventado por sus lectores.
Pero
volvamos un poco a este aspecto de la lectura crítica según el cual el
lector se hace o se va haciendo igualmente productor de la inteligencia
del texto. El lector será tanto más productor de la comprensión del
texto cuanto más se haga realmente un aprehensor de la comprensión del
autor. Él produce la inteligencia del texto en la medida en que ella se
vuelve conocimiento que el lector ha creado y no conocimiento que le fue
yuxtapuesto por la lectura del libro.
Cuando
yo aprehendo la comprensión del objeto en vez de memorizar el perfil del
concepto del objeto, yo conozco al objeto, yo produzco el conocimiento
del objeto. Cuando el lector alcanza críticamente la inteligencia del
objeto del que habla el autor, conoce la inteligencia del texto y se
transforma en coautor de esta inteligencia. No habla de ella como quien
sólo ha oído hablar de ella. El lector ha trabajado y retrabajado la
inteligencia del texto porque ésta no estaba allí inmovilizada
esperándolo. En esto radica lo difícil y lo apasionante del acto de
leer.
Desdichadamente, lo que se viene
practicando en la mayoría de las escuelas es llevar a los alumnos a ser
pasivos con el texto. Los ejercicios de interpretación de la lectura
tienden a ser casi su copia oral. El niño percibe tempranamente que su
imaginación no juega: es algo casi prohibido, una especie de pecado. Por
otro lado, su capacidad cognoscitiva es desafiada de manera
distorsionada. El niño nunca es invitado, por un lado, a revivir
imaginativamente la historia contada en el libro; y por el otro, a
apropiarse poco a poco del significado del contenido del texto.
Ciertamente,
sería a través de la experiencia de recontar la historia, dejando
libres su imaginación, sus sentimientos, sus sueños y sus deseos para
crear, como el niño acabaría arriesgándose a producir la inteligencia
más compleja de los textos.
No se hace nada o
casi nada en el sentido de despertar y mantener encendida, viva,
curiosa, la reflexión conscientemente crítica que es indispensable para
la lectura creadora, vale decir, la lectura capaz de desdoblarse en la
reescritura del texto leído.
Esa curiosidad,
que el maestro o la maestra necesitan estimular en el alumno, contribuye
decisivamente a la producción del conocimiento del contenido del texto,
que a su vez se vuelve fundamental para la creación de su
significación.
Es muy cierto que si el
contenido de la lectura tiene que ver con un dato concreto de la
realidad social o histórica o de la biología, por ejemplo, la
interpretación de la lectura no puede traicionar el dato concreto. Pero
esto no significa que el estudiante lector deba memorizar textualmente
lo leído y repetir mecánicamente el discurso del autor. Esto sería una
«lectura bancaria», en la que el lector «comería» el contenido del texto
del autor con la ayuda del «maestro nutricionista».
Insisto
en la importancia indiscutible de la educadora en el aprendizaje de la
lectura, indicotomizable de la escritura, a la que los educandos deben
entregarse. La disciplina de mapear temáticamente el texto, que no debe
ser realizada sólo por la educadora sino también por los educandos,
descubriendo interacciones entre unos temas y otros en la continuidad
del discurso del autor, el llamado de la atención de los lectores hacia
las citas hechas en el texto y el papel de las mismas, la necesidad de
subrayar el momento estético del lenguaje del autor, de su dominio del
lenguaje, del vocabulario, lo que implica superar la innecesaria
repetición de una misma palabra tres o cuatro veces en una misma página
del texto.
Un ejercicio de mucha riqueza del
que he tenido noticia alguna vez, aunque no se realice en las escuelas,
es el de posibilitar que dos o tres escritores, de ficción o no, hablen a
los alumnos que los han leído sobre cómo produjeron sus textos, cómo
trabajaron la temática o los desarrollos que envuelven sus temas, cómo
trabajaron su lenguaje, cómo persiguieron la belleza en el decir, en el
describir, en el dejar algo en suspenso para que el lector ejercite su
imaginación, cómo jugar con el pasaje de un tiempo al otro en sus
historias. En fin, cómo los escritores se leen a sí mismos y cómo leen a
otros escritores.
Es preciso, ya finalizando,
que los educandos, al experimentarse cada vez más críticamente en la
tarea de leer y de escribir, perciban las tramas sociales en las que se
constituyen y se reconstituyen el lenguaje, la comunicación y la
producción del conocimiento.
Paulo Freire
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