Una vez más, como tantas en la historia argentina reciente, la suerte del poder se juega en el campo financiero. Fue así, por ejemplo, en 1975-1976 (rodrigazo y dictadura cívico-militar), 1989 (hiperinflación y ascenso del menemismo) y 2001 (quiebra de la convertibilidad). Lo original del conflicto actual es la potencia del proyecto político que empezó en 2003, el peso estructural de sus acciones y sobre todo, la voluntad de no entregar el timón de las decisiones públicas a los poderosos intereses que fogonean la inestabilidad.
No fue así en ninguno de los casos mencionados, siempre imperó en ellos la racionalidad de las concesiones a los poderosos a cambio de gobernabilidad; siempre los episodios terminaron con una escalada de decisiones antinacionales y antipopulares, el consecuente aislamiento social del gobierno y su caída (o renuncia anticipada). La repetición cíclica de estas “atmósferas golpistas” permite construir una matriz de cómo y por qué se producen, es decir, qué sectores son los que las impulsan, cuáles son los argumentos, cuáles son los recursos comunicativos en los que se apoyan, cuáles las movidas financieras que organizan. El autor de este comentario no ha desarrollado este ejercicio de investigación, pero con la intuición que provee una larga experiencia, arriesgaría que hay empresas, grupos de empresas y hasta familias y personas que han estado en más de uno de estos episodios.
Nunca como ahora estuvo tan clara la interrelación entre movimientos económicos y fines políticos o, dicho más directamente, el carácter político de las movidas económicas que ocurren. Más en general, la experiencia actual sirve para sacarse de encima la mitología de la economía que nos habla de un dios mercado, equilibrado y autónomo en sus movimientos, sin relación con el dios malo, el Estado, ese que nunca acierta, salvo cuando atiende las demandas del otro dios, el bueno, el mercado. Este catecismo infantil ha inundado definitivamente, creo que nunca tanto como en estos días, a las maquinarias mediáticas que trabajan a tiempo completo contra el Gobierno. Llama la atención que los mismos axiomas que fundaron el proyecto político de la convertibilidad en el menemismo, lo mantuvieron con la Alianza hasta que el proyecto terminó en la ruina económica y política más absoluta, esos mismos axiomas se utilicen para diagnosticar la situación actual y para aconsejar la mejor manera de enfrentarla. Nunca como ahora estuvo tan claro que el fraude realizado en nombre del “saber económico” consiste en disimular el sentido del poder político en cuyo nombre se está hablando. No es el poder político de un partido, ni de una coalición, es (la expresión es de Federico Bernal) el poder político que da en la sociedad capitalista tener a su disposición el más importante recurso que se pueda tener, el dinero.
Gran parte del drama de las democracias modernas, particularmente las del último siglo, tiene que ver con la cuestión de la relación entre dinero y democracia en el capitalismo. Podría decirse que el momento de mayor estabilidad política en el mundo occidental desarrollado nació con un gran pacto político rubricado entre el capital y el trabajo, el que hizo nacer el llamado Estado de Bienestar. El pacto aseguraba legitimación del orden vigente, es decir la propiedad del capital, por parte de los trabajadores, a cambio de la construcción de un entramado de derechos y seguridades sociales a su favor. La estabilidad democrática de los llamados treinta años gloriosos, desde mediados de los cuarenta hasta mediados de los setenta del siglo pasado, no fue “mundial”; no se registró ese fenómeno en varios países de la propia Europa para no hablar de Africa, Asia o América latina. La muy llamativa correlación entre solidez democrática y riqueza de las naciones no se explica fácilmente por la supuesta asociación entre democracia y mercado, como suelen hacerlo los liberales, por lo menos si no agregamos otros fenómenos largamente conocidos, como el neocolonialismo o el imperialismo.
El caso es que ese pacto se está rompiendo de forma gradual y a la vez acelerada, particularmente en territorio europeo. Esa ruptura está produciendo un grave encogimiento del empleo y de las seguridades sociales ofrecidas por los estados. Hasta ahora, los afectados no han roto su propio compromiso con el pacto; siguen reconociendo la democracia, devenida hoy democracia de mercado, desarrollando sus reclamos y protestas en su marco. Visto desde otro lugar, a lo que se está asistiendo es a una creciente colonización de las instituciones políticas por el gran capital. Empezando por una suerte de ocupación fáctica que queda a la vista cuando se averigua la cantidad de grandes financistas que ocupan de modo directo (como si hicieran lobby por ellos mismos) las carteras económicas del gobierno de Estados Unidos y varios de los países más desarrollados. Claro que además de esta forma más vulgar, existe una importantísima red de contactos y asociaciones entre el poder económico concentrado y la política. Para que la política pudiera tomar ese rumbo tuvo que ser arrastrada al reconocimiento de que “no había alternativa”, según la famosa frase de Thatcher; es decir que había que quedarse donde se estaba, en el capitalismo financiarizado, y aprovechar las múltiples ventajas que éste puede dar a políticos (y no sólo a políticos) pragmáticos, sensatos y propensos al “diálogo”.
En nuestro país, el pacto no fue socialdemócrata, como en Europa, sino peronista. A pesar de esa diferencia, su fecha de nacimiento y su proyección en el tiempo son llamativamente paralelas. Ambos proyectos nacieron después de la Segunda Guerra.
Fue a fines de la década del 70 y principios de la del 80 que Thatcher y Reagan impusieron la “autorrevolución del capital” (la expresión es de Julio Godio), que terminó con el capitalismo “protector” y comenzó la era neoliberal en el mundo. Fue a mediados de los 70 cuando el rodrigazo primero y después la dictadura empiezan la demolición de la Argentina peronista, que había sobrevivido a varios gobiernos, civiles y militares, de otras orientaciones, y ponen en escena el primer capítulo de la transformación estructural que consumaría, ironías de la historia, un gobierno surgido de la propia tradición peronista.
Nuestra democracia nació dentro de ese período de transformación de la sociedad, la cultura y la política que dio en llamarse neoliberalismo. Más allá de sus connotaciones en el campo de la economía política, el neoliberalismo tiene como rasgo central el sometimiento de la política a la voluntad del poder económico. Las consecuencias de la vigencia y la radicalización de esas transformaciones de época las muestra una rápida ojeada a la realidad política de la Europa actual. En los últimos años hubo cambios, “alternancias”, en varios de los principales países europeos (Gran Bretaña, Francia, España, Italia) entre el centroderecha y el centroizquierda. Sin embargo, las políticas principales de esos gobiernos no variaron en lo esencial: todos respetan a rajatabla los dictados de la Comisión Europea y el FMI, es decir los de la ortodoxia neoliberal.
En algunos países (Alemania, Italia) gobiernan hoy coaliciones en cuyo interior están los partidos más caracterizados del centroderecha y del centroizquierda. ¿Cómo se hace para sostener que la mayoría popular gobierna –principio mínimo de la democracia– si gane quien gane hace lo mismo y lo hace dejando claramente establecido que es porque así se lo mandan? Se puede hablar de democracia en el sentido de que los ciudadanos votan y entonces la fuente de poder sigue siendo, de una manera muy distante y bastante mitológica, la soberanía popular. Pero no puede ignorarse el abismo que hay entre las fuerzas de producción y articulación política que tiene el gran capital concentrado, por un lado, y, por otro, aquellas con las que puede contar una fuerza con voluntad transformadora ante una sociedad altamente dispersa como son las actuales, a causa, justamente, de la gran transformación productiva, cultural y política que tuvo lugar en nuestra época.
La disputa en la Argentina consiste, en la actual circunstancia histórica, en algo más que tal o cual medida económica, parcial o sectorial. Lo que está en cuestión es quién toma las decisiones. Es decir, quién determina cuáles demandas se atienden y cuáles se postergan, quiénes deben ser beneficiados y quiénes no. Las palabras justificadoras que se usan diferencian a los contendientes: para unos hay que dejar de hacer demagogia irresponsable y hacer lo que la realidad exige. Para otros hay que atender prioritariamente a los más necesitados y recortar los privilegios de los más poderosos. De esta última formulación, la de los partidarios del Gobierno, suele decirse que es un simulacro encubridor del apetito de poder. Quienes afirman eso parecen estar en posesión del atributo de la verdad política, como si ésta pudiera existir al margen y por encima de los intereses y también de los afectos y de los mitos. Pronunciada, como lo ha sido en estos días, con una intensidad inusitada –entre otros por los infalibles economistas que elogiaron la convertibilidad hasta el momento mismo de su colapso–, esa monserga de lo objetivo, lo necesario, lo racional y el saber económico se muestra en su desnuda condición de decorado retórico de un proyecto político que aspira al poder. Que aspira a poner nuevamente la política democrática al servicio de lo más concentrado del capital. De lo que se está hablando, finalmente, es del poder político.
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