Muchas de las fotos de este blog son de Ramiro Sisco con la comunidad Pilagá, en Las Lomitas, provincia de Formosa, Argentina.

sábado, 26 de marzo de 2011

HUGO MIDÓN SE FUE PERO ESTÁ





A pesar de su carácter efímero, el teatro para niños no pasa sin dejar huella y es una disciplina de aportes invalorables, porque de una forma inmediata y amena conecta al niño con el mundo del arte y le abre las puertas de la sensibilidad estética, de la reflexión, de la capacidad de emocionarse, reírse y llorar y de comprender diferentes visiones de la vida y del mundo.

Tiene con respecto al “teatro para adultos” rasgos de comunidad y de diferencia. Es decir, comparte con el teatro para adultos muchos elementos y, a la vez, tiene ciertas reglas y códigos de funcionamiento que le son propios. Uno de estos rasgos específicos es la manera en que el teatro infantil plantea los espacios del espectador niño.

Tal como lo expresa Patrice Pavis en sus estudios de semiótica , la noción de espacio se aplica en el teatro a aspectos muy diversos del texto y de la representación. El espacio dramático es el espacio abstracto al que se refiere el texto y que el espectador debe construir con su imaginación.

El espacio escénico, en cambio, es el espacio real donde se mueven los actores, ya sea un escenario, un área dentro de una sala, u otro recorte espacial no convencional. Al concepto de espacio escenográfico corresponde el lugar en el que se sitúa el público y los actores durante la representación (el edificio teatral, la calle, la plaza, etc.), suma del espacio del público y del espacio de los actores.

¿Cómo funciona esta distribución de los espacios en el teatro para niños? ¿Existen los mismos espacios o éstos aparecen desdelimitados? ¿Varían estos espacios según el circuito al que la obra pertenece? ¿Surge de la propuesta estética del teatrista? ¿Se genera espontáneamente a partir de la conducta del niño como espectador? Estos son algunos de los interrogantes que involucran esta problemática.

Tradicionalmente el teatro para niños trabajó con un modelo esquemático de representación en el cual el público infantil debía participar activamente en diversas circunstancias. Primero: mediante el acompañamiento de la música del espectáculo con palmas, zapateo, gritos o abucheos. Segundo: a través de la respuesta a interrogantes planteados desde el escenario: desde el famoso: “¿Cómo están, chicos?, “¡Más fuerte!”-; pasando por la intervención del espectador en la trama: “No encuentro a mi mamá”, dice un personaje. “¿La vieron pasar?” ó “Me persigue el lobo”, dice otro personaje. “¿Me avisan si viene?”. Tercero: mediante la intervención física en el escenario, ya sea para participar de un juego, tomar el rol de un personaje o bailar con los actores en la escena final. En este tipo de teatro tradicional se busca la caída del espacio de veda o reserva (en términos de Gastón Breyer), la unificación de los espacios dramático, escénico y escenográfico (según Pavis), con vistas a transformar la expectación en participación.

De acuerdo con este modelo, el niño no expecta, sino que juega activamente y es él mismo parte del espectáculo, cuyos artistas adquieren simultáneamente el rol de animadores.

Los teatristas que trabajan de esta manera parten de una observación pragmática: al niño hay que entretenerlo a toda costa para que no se convierta en un saboteador del espectáculo. Hay que ofrecerle un alto nivel de participación porque es comprobable que los chicos más pequeños no perciben el salto ontológico que implica el pasaje del orden de lo real al orden poético, y en tanto aún no han interiorizado la convención expectatorial y por lo tanto creen estar en convivio (en términos de Jorge Dubatti) con las criaturas de ficción, no “saben” todavía ser espectadores y requieren que se los estimule y entretenga de otra manera. El teatro adquiere así el estatuto de sucedáneo de la fiesta infantil.

Tomemos un ejemplo frecuente en los espectáculos callejeros de títeres de retablo. Los muñecos estimulan el borramiento de los límites de los espacios. Desde el retablo, el personaje ofrece una visión del espacio del público: el rey (no el titiritero) dice: “Cuántos chicos que hay hoy” o “Acérquense más que hay lugar por aquí adelante”. El personaje derrumba toda posibilidad de ilusión de cuarta pared y contamina el espacio público anulando toda diferencia. De esta manera, desde la perspectiva del adulto, el espacio dramático se amplía; desde la mirada del niño, no hay espacio dramático sino campo de juego y convivio.


Si bien este modelo tradicional de tratamiento del espacio sigue muy vigente en cientos de prácticas de la escena infantil, desde hace ya mucho tiempo se ha afianzado una actitud de rechazo a la modalidad del teatro-participación y del actor-animador presente en general en los espectáculos que integran la modernización de este lenguaje. En Buenos Aires, uno de los principales responsables de esta posición de enfrentamiento ha sido el director Hugo Midón.

Por otra parte, desde los años 70, Midón es modelo de sucesivas generaciones de teatristas dedicados a los niños. El punto de partida de este talentoso director es la asimilación de los mecanismos del teatro para niños a los del teatro para adultos. Midón afirma una y otra vez que no hay diferencias entre el teatro para niños y el teatro para adultos y que, por lo tanto, sus procedimientos deben ser idénticos. Midón considera que estos principios los heredó de su maestro Ariel Bufano, quien decía que el arte era igual para todos: “Una rosa es una rosa tanto para un niño como para un adulto”.

Uno de los cambios que introdujo esta nueva concepción del teatro para niños fue la vuelta a la división de los espacios distinguidos por Pavis. Los espectáculos así concebidos no involucran al espacio del público en el espacio dramático. Si etimológicamente teatro significa “mirador” , la función fundamental del niño espectador debe ser la de observar, mirar, contemplar los mundos poéticos, y dejarse afectar emocional, estética, lúdica e ideológicamente por ellos. De esta manera el centro de actividad del niño está ubicado en la estimulación de su capacidad imaginaria, en la exaltación de su competencia representacional y simbólica.

No se trata de hacerlo trabajar físicamente sino de invitarlo a desarrollar al máximo el placer de la imaginación. Esta concepción plantea un interesante paralelo entre el teatro y la representación imaginaria que el niño pone en ejercicio cuando le leen o lee un cuento.

Enrique Pinti, otro gran teatrista para niños de Buenos Aires (autor de Corazón de bizcochuelo y Crema rusa, entre otras) ha señalado en un reportaje: “Las obras deben mantener la división entre el espacio de la representación y el espacio del espectador. Hay que escribir obras sustanciosas dramáticamente, cerradas en sí mismas, autónomas de la intervención de los niños, que no tengan que ser completadas por el trabajo de los niños de aplaudir, indicar hacia dónde debe ir el personaje, y muchas otras cosas. Esa era una avivada de los teatristas para trabajar menos”.


Los artistas y grupos independientes más destacados del teatro para niños hoy en Buenos Aires: Clun (dirigido por Marcelo Katz), La Galera Encantada, La Arena (dirigido por Gerardo Hochman), los hermanos Alvarez (titiriteros que recorren todo el mundo con sus obras), La Banda de la Risa, María Romano y Daniel Casablanca, la titiritera búlgara Antoaneta Madajarova y muchos otros, trabajan bajo esta concepción. Adelgazan el nivel de participación y estimulan el de la expectación.

Por el contrario, el teatro comercial para niños persiste en el presente, en la concepción del teatro como uniformación de espacios, y en el rol del actor-animador. Hoy resulta un auténtico bastión de la concepción tradicional y la razón es muy sencilla: la voluntad de captación de un público masivo y subestimado en su capacidad de representación imaginaria, así como el interés por la excitación de los niños hacia la compra de merchandising. El entusiasmo que despiertan el juego y el convivio con los artistas (que generalmente provienen del circuito televisivo), permiten deslizar una invitación permanente a la compra de objetos que suelen ser ofrecidos a la entrada y a la salida, y a veces, durante el espectáculo. Los objetos generan la ilusión de continuidad material del encuentro y el juego con el artista. Reemplazan el vínculo simbólico de estimulación imaginaria por el fetichismo materialista.



Es ejemplo clarísimo de este fenómeno la obra El corazón de la isla, protagonizado por la animadora Laura Franco, conocida como Panam, que trabaja durante todo el espectáculo con la uniformación de espacio dramático-escénico-escenográfico. Desde el comienzo, la conductora interpela al público saludándolo (“Halaia, chicos”), a lo que el público responde (“Halaia, Panam”) y mostrándoles el mundo del espacio dramático y escénico como si estuviera abierto y al mismo nivel que el espacio del público. Además, los personajes del espacio dramático manifiestan constantemente su conocimiento de lo que pasa en el espacio del público.

Un ejemplo, lo constituye el personaje de bruja interpretado por la actriz Gladys Florimonte, quien ataca a los espectadores refiriéndose a sus rasgos peculiares (“Me escuchás vos, que le estás dando de mamar a tu hijo mientras yo hablo”, dice la actriz ó “Vos, nene, el de rulitos que llora”). Este procedimiento es puesto en evidencia en la misma obra, ya que en la segunda parte de El corazón de la isla Florimonte realiza la parodia de las interpelaciones hechas por Panam al público. La actriz se pone una larga peluca rubia y grita grotesca y burlonamente a los niños: “Halaia, chicos”, mientras recibe la respuesta negativa de los mismos, que le gritan: “¡Vos no sos!”.







Hugo Midón
nacio en 1944. Egresó del Instituto de Teatro de la Universidad de Buenos Aires, en 1967 y debutó como actor en Los caprichos del invierno , una obra para chicos de Ariel Bufano, quien fue su referente.

Midón hablaba de la necesidad de que el artista respetara al público infantil: “Vestuario, escenografía y trabajo actoral deben estar cuidados, el teatro para niños es un género en sí mismo, y no un escalón hacia el teatro para adultos; hay que hacerlo seriamente”.

En 1970, estrenó “La vuelta manzana”, con la que ganó el Premio Argentores. Luego, siguieron “Juan de los caminos” (1973) y “Sorpresas” (1974). En 1982, inauguró el espacio Río Plateado, un lugar de formación teatral donde dieron sus primeros pasos artísticos muchos actores notables. En los ‘90 nos regaló: “Vivitos y coleando”, “Popeye y Olivia”, “Locos recuerdos”, “El salpicón” y dos trabajos notables: “Stan y Oliver” y “La familia Fernándes”. Recibió el Premio ACE a la trayectoria, un reconocimiento de los pares; y el Konex. Puso en escena “Hansel y Gretel” en el Colón, un gusto notable, en el 2003; y con “Huesito caracú”, nos divirtió con el disparate campero. La poesía de “Derechos y torcidos”, “Graves y agudos” y “Playa bonita” fueron algunos de sus últimos trabajos.


Carlos Gianni fue su compañero creativo: “Hugo era obsesivo, una máquina de trabajar y muy respetuoso de lo que yo proponía. Nuestro primer trabajo juntos fue La vuelta manzana.

¿Cómo nos conocimos? Hugo estaba terminando la escuela de teatro y tenía que investigar sobre trabajo corporal. Yo trabajaba con Patricia Stokoe, todo un referente en el tema, y él vino a tomar clases. Nuestro clic creativo fue con Narices (1984). Ahí decidimos dar rienda suelta a nuestra forma de expresión, confiar en nosotros, intentado contar algo más que un cuentito”.


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